viernes, 21 de diciembre de 2012

MEDITACIONES MOBILIARIAS



A F. Piñeiro.
 

                Nadie sabe cómo sucedió, pero la conocí bien, una noche tarde, a las seis de la mañana por un hecho único y detestable. La conocí bien, digo, porque ya la conocía, digamos como dicen las viejas: la conocía del barrio. Aunque me parece recordar ahora que mi madre y mi padre habían organizado alguna vez una cena, o un almuerzo, en el cual estábamos ambos. Digo ambos, porque no importa nada más. No importa tanto lo que pasó sino que pasó. Eso, ese trozo de vida, de desilusión.
               
Una noche, estaba con unos amigos en un barcito muy hippie; o debo decir hippie-indie o simplemente un roñoso bar que quiso ser progre pero terminó por colgar en sus paredes reproducciones  de La Gioconda y hasta una -mínima-, pero recuadrada, versión del Guernica. Estos hechos nos daban todas las posibilidades de una velada de debate sobre arte. Pedimos vino, uno de mierda, pero que en los planes de marketing del bar era muy caro, y bueno.                       
La barra era linda, madera sólida y añeja. La habitaban, un señor barbudo, ¿el dueño quizás? , una chica vestida de negro, con ojos celestes, flequillo Stone y gracia infinita, y una chica más que hacía todo: moza, amiguita, te cobraba, te servía, te traía el cenicero. ¡Ah! debo decir algo a favor de este simple lugar. ¡Pudimos fumar!  El fumador, en esta época de tabaco triste y tenaz, tiene siempre un agradecimiento grande y serio para aquellos empresarios nocturnos que siguen adornando policías para que sus clientes puedan fumar adentro. Un saludo.
                No describí a la segunda chica: pelo rubio teñido, lo pude saber ya que se veían bien sus raíces renegridas morenas; un detalle más: era no muy alta, y vestía una especie de jean hot, pero no un jean hot roto caro, sino un jean gastado, casi blanco que dejaba ver parte de sus nalgas y de sus piernas, una pequeña franja de carne firme, suave y segura. Un nuevo saludo al dueño del bar.
                Debo decir que el marketing hippie-arty daba resultado, el bar estaba casi lleno y cada vez entraba más gente. Nos ubicamos en un lugar terrible y malo: en una especie de tarima fina a la izquierda de la entrada a los baños. Era incómodo porque este microcosmos estaba justo en el medio del edificio. El medio eran los baños, algo así como la línea del Ecuador del bar. Luego, había  como un apartado y más atrás aún, un patio, que seguramente nadie usaría, salvo para consumir alguna droga muy pesada. Desde que vimos el –apartado- supimos que allí se fumaba porro. Investigamos en los recovecos, pero no había tuca alguna, entonces pedimos otro vino. Pedimos también una cerveza. En el grupo- olvidé de decirlo-teníamos un diabético. Éste se sentía bien, esa noche, como para beber una sola cervecita, de esas chiquitas.
                Obviamente, decíamos que había que construir un espacio serio para las diversas manifestaciones del arte en la zona norte. Pero llegamos a la conclusión, vista la última elección en Vicente López, en la cual había ganado el primito Macri, que a nadie en Vicente López le debía interesar –a nadie dirigencial  y con llegada al poder cameral- el arte en sus variadas expresiones. Un nuevo triunfo del neoliberalismo amante de las cámaras de seguridad.
                _Mirá: una cámara boludo_.  Dijo chistoso el dabético. ¡Qué seguros estamos, seguro atrapan al que acaba de asesinarnos!
                Nos  reíamos con idioteces por el estilo. Pero a medida que tomábamos vino y el diabético se aburría y la chica de jeans-hot se iba agotando, ya nos miraba con esa divina risita de gente muy acostumbrada a trabajar de noche, el lugar o quizás la noche iba perdiendo los encantos.
                _Otra botella puede ser corazón_.Dije adoptando un tono lo más neutro, a-nocturno y amoroso posible.
                Decía: nos la ensañamos con la decoración del bar. Para uno le faltaba relleno, para mí, sacando el hecho de poder fumar y etc, el bar… No voy a ser objetivo, desde que salgo con una  artista odio las reproducciones. Me inclino por el arte original y si es una reproducción, ¡puaj!: que no sea una fotocopia o que no sea Guerniquilla o Giocondilla. Liquidamos, trabajosamente, algo  positivo: estos artistas tan geniales vencieron su propia reproducción, y llegaron a cualquier lugar. No creemos que se hayan cristalizado totalmente sus figuras de autor, sus nombres. Son obras que obviamente pasaron cualquier estrechez académica o artística. Son ¿víctimas o creadoras o sufrientes del marketing? O su  slow change is a moving out” se tragó todo y se gestó mediante muchos procesos sociales y de mercado una jubilación artística. En cualquier lado, alguien dirá, o Hughes dirá, y para mí con razón: “¡la culpa de todo fue de Warhol!” ¡Ah! ¡Qué sabias palabras! No hacía falta mirar ningún espacio del bar. Seguro había alguna copia del hombre, o la sopita o Mao o cualquiera de esas cosas pegada en la pared, en el baño o estampada en la cartera de alguna mujer…
                El vino… Ya estaba surgiendo ese efecto que llamo teórico y que vuelve a cualquier perejil un gran teórico universitario. Quizás los teóricos universitarios no sean más que serios borrachos, o borrachos serios, ampulosos, serenos…
                Ya la situación era insoportable.  No teníamos cigarrillos y no le íbamos a pedir nada más a nuestra divina de jeans-hot. El diabético se aburría, en verdad es alguien muy exigente; muy bueno con sus amigos pero con una cuota de seguridad en sí mismo y una seriedad para con los desconocidos que rodea toda su existencia de cierto toque malicioso y atractivo. Dije, sabiendo los efectos que producirían mis palabras en mis escuchas, que había un bar -mucho mejor decorado- a unas pocas cuadras; creo, que más bien eran muchas, que tenía junto a una de sus mesas un órgano de madera antiguo , pero se encontraba, a mi parecer  en perfecto estado. Los ojos del diabético se soltaron de sus límites acuosos. Se sonrió –era músico y sonidista- y dijo con tono quijotesco: “vamos, ¿me lo venderá?”. Detrás de su malicia -y su cervecita- se escondían la gracia y  el poderío burgués: el ahorro.
                Habíamos partido del bar, y al llegar al otro bar nos decepcionamos, más que ningún otro, la decepción mayor la padeció el diabético: estaba cerrado. Claro, en nuestra expansividad  teórico –alcohólica no nos habíamos dado cuenta de la hora que era, la poca seriedad de todo el asunto. Seguimos en grupo hasta la calle en la cual yo debía separarme de los sanchos y cabos reyes y dirigirme –quijote, zorro- al hogar. Doblé a la derecha, y ya sólo, en el camino me dispuse a meditar. Tenía mocos,  así que paré en una estación de servicio, a las cuales sólo les falta ofrecer alcohol, drogas y prostitución: y con el petróleo ya haríamos un espectáculo dantesco que es el que toda nuestra humanidad alguna vez sabrá merecer y obtener. (Una aclaración. Hay muchas estaciones de servicio que venden drogas, por ejemplo una que se encuentra en la esquina de la intersección de la avenida Maipú y Bermúdez). Compré unos pañuelitos descartables y unos cigarrillos, con lo cual me quedaron en los bolsillos la genial suma de dos pesos con setenta y cinco centavos. El tabaco seguramente ayudaría a secar la mucosidad. ¡Ah! Respiré hondo. La noche pedía un cigarrillo. Pero dije no. Lo encendería, pero al faltar dos cuadras y  setenta y cinco metros para llegar a mi casa. Esta exageración causal con el número del vuelto era una cosa irrisoria e inservible. Seguí caminando y me di cuenta de lo mucho que costaba meditar sin fumar. Ya era algo mecánico, me apené por mi escasa voluntad…
                Iban dos cuadras sin fumar, aún no me había dado cuenta de la dificultad real del asunto: faltaban diez y ocho cuadras para llegar a mi casa. Necesitaba distraerme con algo más que mera meditación existencial. Recordé lo vital para cierta sociología de la investigación empírica. Miré a ambos lados de la calle y observé la primera: Inmobiliaria Pastori. Luego vinieron otras más casi en la misma cuadra: Rechia-Garcharro, Parra, O‘Duche, Mara Gálvez. Prop, Di Nardi… Eran un montón en apenas cuatro cuadras…
                Seguí caminando, y al hacer digamos cinco cuadras más divisé: Gonzáles, Merkel. Prop. Suarez Bienes Raices, Dizau, Gutiérrez y Mangue, León Maurrás. Este último apellido me divirtió mucho debido a que imaginé una posible segunda vuelta que sería de película: Macri vs Maurrás. ¿Quién gana? Cuidáte lector. No tengas miedo de pensar, que si Macri ganó en este partido –el primito, de todas formas éste es un partido que siempre fue de derecha, el más rico, el alfombrado el…- el hombre que ni siquiera sabe dónde queda el partido ni vive en el… Bueno, al sentir que había –casi- olvidado las ganas de fumar, me dispuse a enfrentar la terrible y temible realidad empírica del asunto.
                La hipótesis se redondeó  casi sola. Faltaban cinco cuadras para llegar a casa, en esas cinco cuadras, para mi sorpresa, encontré seis inmobiliarias, dos de las cuales eran clásicas, es decir, que ya existían desde antes de que yo naciera.
                Claro, pensaba rabioso, la gente se queja  porque no hay industria. Estos pequeños burgueses, esta clase media que genera su propia destrucción, la genera y bien, con las bolas puestas. Es decir, una parte de las inmobiliarias - mi alcoholismo me impidió generar la ecuación y terminar la oración, pero conté en promedio más de dos por cuadra en un rango de unas veinte cuadras-… Sabio lector sobrio: saque sus conclusiones. Sigo, una parte son digamos de familia, viejos que se dedicaron hace más de treinta o cuarenta o veinte o cincuenta al negocio inmobiliario, la culminación de la propiedad privada: vender propiedades privadas… Sigo, supongamos que ese grupo reducido de inmobiliarias es el grupo clásico. Ahora bien  ¿De dónde salió o cuándo pasó que de cinco inmobiliarias se pasó al número exorbitante de veinte o más en veinte cuadras, eso sin contar  otras calles debido a que esto nació de tratar de pensar sin fumar? Digo yo, que este nuevo grupo de especuladores de inmuebles sumado a otros pequeños grupos más del campo empresarial, nacen de las regalías de sus papis , viejos especuladores o viejos empresarios de industria pequeña o hasta empleados que en base a ahorro y demás cosas –siempre sospechosas- lograron ir adentrándose en la compra-venta de inmuebles. Este parasitismo económico, se debe a la impunidad con la cual se manejan las ventas de propiedades: precios en dólares, alquileres caros, pero que la gente paga por no poder acceder nunca a comprar algo propio, facilidad y rapidez en la construcción,  precios relativamente baratos de la mano de obra, necesidad de grupos económicos –no sólo dueños de jugadores de fútbol sino fundaciones de los jugadores de fútbol- de lavar rápidamente dinero sucio… En fin, el viejo truco de la plata que no anda en ningún lado, pero se huele, tarde o temprano: límpida. De trabajo o fábricas ni hablemos. Y valga la redundancia: vi montones de carteles de casas en venta y departamentos en alquileres…
                Estaba a dos cuadras o tres de  casa y decidí terminar la farsa: encendí un cigarrillo.  Caminé rápido; ya casi veía el toldo gris y blanco que cubre el auto de mi padre: un  auto de alta gama color plateado. En unos segundos o minutos el sol aparecería y chocaría con la luna en un paisaje tremendamente romántico pero que yo no llegaría a ver. Tenía el cigarrillo apretado entre los dientes, lo presionaba con fuerza, casi lo mordía entre los labios. Estaba abriendo la reja, puteando por que la habían dejado cerrada y esa llave mía anda un poco mal. Estaba casi entrando cuando por una de esas casualidades miré hacia atrás y divisé el auto de mis vecinos de enfrente estacionado, pero considerablemente alejado del cordón, como lo dejaría un borracho que recién vuelve al hogar sobreviviente  al peligro vial. Volví a mirar, puesto que había algo raro: los vidrios del auto estaban un poco empañados, no mucho, y se podía ver algo así como una forma humana en el asiento del conductor.
                Me acerqué lentamente, y cuando llegué casi al lado de la ventanilla la vi por entre un mínimo espacio que había dejado abierto entre el parante y el borde superior de la ventanilla. Ella estaba sentada en el asiento del conductor, mi  vecina, la hija del matrimonio del tano Jorge,  técnico de vóley y escritor de novelas policiales, y Gabriela, profesora de educación física. Le caían lágrimas gruesas de sus ojos marrones y su maquillaje estaba todo corrido: una pena. Ella no me había visto, ya que lloraba dando la cara contra el garaje de su casa.
                Me le acerqué más todavía al vidrio y le di un golpecito al vidrio. Me miró y le hice con el pulgar en alto la seña de si estaba todo bien. Un segundo después le dije que bajara la ventanilla. Obedeció y pude verla mejor. Estaba vestida de fiesta, con una pollera corta y una remera negra con escote pronunciado; los zapatos –de taco alto- estaban apoyados muertos en el asiento del acompañante. Le salían mocos transparentes que  debajo de la nariz se mezclaban con lágrimas.
                _ ¿Hey, qué pasó, estás bien?_. Dije tratando de parecer sobrio. Obviamente estaba mal así que la frase fue dicha con tono descendente y tierno.
                _ Nada, mal de amores_. Dijo la vecina. ¡Ah! Algún gusano la había lastimado… Me miró como buscando explicaciones a su corto pasado de 17 o 18 años. Y señaló con el dedo índice de la mano izquierda hacia la casa vecina a la mía, casa que estaba frente a la suya que es muy grande y deforme pero imponente. Recién en ese breve momento, en esos segundos , pude dar cuenta del detestable hecho, la grasa capital del asunto:
                GIULY TE EXTRAÑO Y TE AMO. TE NECESITO, NO PUEDO VIVIR SIN VOS
                Abajo, haciéndose cargo de semejante golpe bajo -el pasacalle estaba  cuidadosamente colocado de tal forma que daba justo hacia  la habitación de la damita, cosa que esta no pudiera eludir el asunto-, firmaba la obra un tal FER.
Al ver eso sentí tristeza y curiosidad, ya que no había visto semejante asesinato producto de mis meditaciones inmobiliarias.
_ ¡Ah mirá! No lo había visto_. Sufrí en ese momento de pobreza discursiva. Quedé mudo ante su cuerpo. Su pelo negro estaba despeinado, su pintura corrida, los labios rojos, inflados, la pollera  se subía un poco hacía su ombligo por lo que se veía una bombacha blanca, con caladitos, de esas  que dejan ver preciosos restos de piel. Estaba perfectamente depilada. Lo que contrastaba con su cuerpo itálico y angelical eran unas pequeñas patillas de pelo recién nacido que salían algo varoniles delante de sus orejas. La rareza decorativa: no tenía aros, quizás estuvieran posados sobre el torpedo del auto y  no pude verlos. Hubo silencio. Un silencio de mutuo acuerdo. Volví  a decirle:
_  Es triste, claro, pero porqué no entras a tu casa, así no te quedas en el auto sola…
_ Pero, voy a hacer ruido y mi mamá me va a preguntar…
_ Bueno sí, pero te metés rápido en tu cuarto y llorás todo lo que querés y mañana… Hoy…
_ Sí, tenés razón_. Le di una palmadita en la cabeza, una palmadita paternal. Agarró con firmeza sus zapatos, un abrigo que tenía en el asiento trasero y ningunos aros y bajó, ya sin llanto, del auto
Le di un beso de buenas noches y cuando me estaba dando vuelta para entrar a casa recordé un detalle que me haría quedar muy caballeroso: tomé el paquete de carilinas del bolsillo de mí campera. Luego, me acerqué justo cuando iba a entrar a su hogar y le tendí los pañuelos, esta vez sin decir palabra. Ella sonrió.
Me fui a dormir contento. Gracias a esto había olvidado el negocio inmobiliario. Al mediodía siguiente supe que el vino era bueno, ya que no había efectos secundarios del diletantismo sociológico. El pasacalle, como cualquiera supondrá con razón, era muy grasoso, de un mal gusto aún mayor que siendo tela virgen de significado. Duró algunos días, casi una semana. Alguien lo habrá sacado. Podría haber sido yo, pero no fui yo quien lo sacó. Eso hubiese sido demasiado…
No vi a la pequeña vecina durante un largo tiempo…

Hasta que un día, caminando por un parque cercano a  casa, la vi de lejos, estaba corriendo, había salido a sus padres en cuanto al gusto por el deporte. Vestía un buzo gris y  pantalón azul. Podría decirse que estaba vestida con la vulgaridad de los que corren o trotan, pero sus formas eran perfectas, una colita de pelo alta coronaba su cabeza. Venía distraída, escuchando música con auriculares. Venía trotando directamente hasta mí. Esperé hasta que estuvo casi al lado mío. La sorprendí tomándola de un brazo, se alegró al verme y sonriendo me dijo que ya estaba bien, que ése había sido un ex. Yo, por mi parte, le dije que me gustaría correr con ella para ayudar a mi precioso estado futbolístico y al tabaquismo – y en verdad: detesto correr solo-. Nos saludamos y seguí mi camino.
Mientras cruzaba el parque, y viendo que me acercaba a un cartel de Merk.Propiedades, no pude evitar pensar en cuál de tantas inmobiliarias habrán comprado su casa los padres de mi vecina preferida. Y, casi con furia, me dije que sólo un hijo o nieto de inmobiliarios podría haber tenido el mal gusto de pagar –y colgar- por un pasacalle tan vulgar. Lo pensé, sabiendo las pocas probabilidades de que esto hubiera sido así. Pero ya sabemos, con el empirismo no basta; hay que deslizar, arriesgar, siempre las mejores hipótesis.



Fechado en algún mes de la primera mitad del 2012.L. Serrano
               

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